El Oncomouse o las patentes de seres vivos

Breve historia (desde el origen del sistema de patentes hasta el cambio de siglo) de las patentes de seres vivos.

Una patente es un privilegio temporal de explotación en exclusiva que conceden los Estados por aquello que se reivindica en la solicitud de la patente (en el apartado llamado precisamente de “Reivindicaciones”), si ésta reúne los requisitos exigidos por la ley. Se trata pues del derecho a un monopolio o, dicho de otro modo, del derecho a impedir a otros la explotación industrial o comercial de una invención. A cambio del derecho que recibe, el inventor debe hacer pública su invención con el máximo detalle. La descripción de la patente debe ser suficientemente detallada para que un experto en la materia la pueda reproducir. Esto estimula la innovación: Tratarán de inventarse otras maneras de solucionar el problema y que no estén cubiertas por esa patente. Son patentables las invenciones nuevas que impliquen una actividad inventiva y sean susceptibles de aplicación industrial. Son por tanto tres las condiciones de patentabilidad de un invención: La novedad, la actividad inventiva y la aplicabilidad industrial. Los descubrimientos o las teorías científicas no son patentables. Se considera que son percepciones de la realidad ya existente. Pero se podrán patentar si su aplicación sirve para crear nuevas reglas técnicas.

El derecho que confieren las patentes es un derecho negativo ya que no permiten que su propietario haga algo sino que le dan el derecho a impedir que otros exploten el objeto inventado por él y descrito en la patente. Por lo tanto, una patente no es una autorización o una homologación de la administración. Los que creen que ciertas invenciones biotecnológicas (el genoma humano, como ejemplo más polémico) pueden ser patentadas defienden su punto de vista a partir de esta consideración: una patente no es una autorización, por lo tanto, el hecho de que se patenten los genes no quiere decir que se puedan comercializar, cuestión que, dicen, debería ser tratada por la normativa correspondiente.

La primera patente que se otorgó fue la de Filippo Brunelleschi, un arquitecto Florentino que inventó un nuevo modelo de barco, el año 1421. Otras fuentes van sin embargo más atrás y la sitúan en Venecia, en 1323, siendo una patente para proteger unos molinos de grano inventados por un ingeniero alemán. En cualquier caso, estas primeras experiencias permitieron establecer los principios básicos de este sistema de protección, a partir de los cuales, en 1474, la República de Venecia publicó el primer reglamento para regular este campo de actividad. La primera patente española fue concedida en 1522 por Carlos I al catalán Guillem Cabrier por una invención que mejoraba la técnica de navegación. En el mundo anglosajón, las primeras patentes se otorgaron en Inglaterra en 1560. En cuanto a los Estados Unidos, en el momento en que se fundó el país, las naciones occidentales ya habían establecido el derecho de un inventor a tener el monopolio de su invención. Por lo tanto, esta idea fue totalmente asumida desde el primer momento por los creadores del país e incluso trasladada a su primera Constitución. A finales del siglo XIX, la mayoría de los países tenían leyes de patentes. En el caso español, la primera ley de patentes data de 1826.

Pero … ¿qué pasa con las invenciones del mundo de la biotecnología?

Las invenciones biotecnológicas, hasta la segunda mitad del siglo XIX, no eran patentables ya que el concepto de invención patentable sólo se podía aplicar a la materia no viva (inanimada). Había una excepción: los procedimientos tradicionales de fermentación (alcohol, vinagre, cerveza), pero eran patentables por que se ignoraba que estos productos eran consecuencia del metabolismo de seres vivos. La primera patente sobre un organismo vivo la concedió la Oficina de Patentes de los Estados Unidos en 1873 a Luis Pasteur, por una levadura libre de gérmenes patógenos. Hacia el 1930, el descubrimiento de la penicilina planteó muchos problemas en las oficinas de patentes ya que era muy difícil describir el mecanismo productor. Esto motivó que, en Estados Unidos, desde 1949, se exige el depósito del organismo.

En 1961, mediante el convenio de Paris, se crea la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales. En 1970, Estados Unidos aprueban la “Plant Variety Act”, que permitía proteger las plantas de reproducción sexual. España aprueba su Ley de Protección de las Obtenciones Vegetales en 1975.

Poco antes, en 1969, Ananda Chakrabarty intenta patentar en Estados Unidos una bacteria del género de las Pseudomonas modificada genéticamente que lo hacía capaz de degradar el petróleo. No fue hasta 1980 cuando la PTO (Patente and Trademark Office) de Estados Unidos concedió la patente de Chakrabarty. Desde este momento se admite la patentabilidad, sin restricciones especiales, de los microorganismos, aunque deben ser obtenidos mediante un proceso no biológico, definido como aquel en que la mano del hombre ha intervenido.

En 1977 se firma el Tratado de Budapest, que establece la necesidad de depositar los microorganismos antes de la solicitud o concesión de la patente. España se integra en el tratado en 1981.

Desde el año 1985, los Estados Unidos permiten que las plantas, semillas y cultivos puedan ser patentados por la ley ordinaria de patentes. El mismo año la OCDE publica la primera investigación crítica sobre las patentes biotecnológicas

En aquellos años, la Universidad de Harvard solicita a la Patent and Trademark Office de los USA una patente sobre un ratón (el “oncomouse”), el cual, modificado genéticamente, desarrollaba tumores cancerosos por todo su cuerpo. Podía, por tanto, ser utilizado como base de experimentación de los tratamientos y de los productos contra esta enfermedad. El ratón había sido encontrado como consecuencia de una investigación conjunta entre esta Universidad y la empresa DuPont. De acuerdo con la filosofía de las colaboraciones Universidad – Empresa en aquel país, DuPont obtuvo una licencia en exclusiva para explotar la “invención”. La solicitud de patente se hizo también en otros países y en la Oficina Europea de Patentes. Existen dos caminos para solicitar la protección; la patente de proceso y la patente de producto. En el primer caso se protege el procedimiento biotecnológico utilizado para obtener el ratón. En el segundo, se protege el ratón mismo. Esta última es la que generó la controversia. En el caso de Canadá, por ejemplo, se aceptó la patente de proceso del oncoratón pero no la de producto. En 1985, la Oficina Europea de Patentes rechaza patentar el oncoratón de Harvard

A partir del 3 de abril de 1987, los animales superiores son patentables en Estados Unidos siempre que las invenciones sean el resultado de la intervención del hombre y su objeto no sea el propio hombre. Aplicando este principio, el 12 de abril de 1988 la Oficina de Patentes de los EE.UU. concede a Harvard la patente sobre el “oncomouse”, la primera sobre un mamífero transgénico no humano (patente núm. US 4.736.866). Hay que tener en cuenta que la mayoría de regulaciones sobre patentes establecen que no se pueden proteger aquellas invenciones que pueden ser contrarias a la moral. Precisamente, fue esta idea de moralidad la que permitió que la oficina americana diera la patente del oncoratón. Se argumentó que el ratón era una invención “moral” ya que permitía luchar contra el cáncer. Por otra parte, se consideraba que no había alternativa a la utilización de animales para la experimentación en este terreno (los abogados de la parte solicitante defendieron este punto a partir de la intervención de varios expertos en biotecnología). Finalmente, pues, la Oficina concluyó que estas razones eran superiores al sufrimiento de los animales (creados únicamente para desarrollar un cáncer) y al posible hecho de que el ratón escapara y provocara una diseminación incontrolada de genes. Hay que decir que la misma Oficina de patentes rehusó patentar otro ratón también modificado genéticamente que permitía estudiar el crecimiento del pelo, al considerar que los beneficios no superaban el sufrimiento de los animales.

Mientras tanto, el punto de vista europeo era diferente. Aquí, el sentido de la moralidad podía ser diferente y pesaba mucho el hecho de poder crear un animal con el único propósito de desarrollar cáncer y, por tanto, de sufrir. Por otra parte, se consideraba que existía el peligro de que, en cualquier momento, uno de estos ratones se pudiera escapar y, mezclándose con ratones normales, los pudiera introducir sus oncogenes.

En 1989, la CEE empieza a elaborar una propuesta de directiva europea con el fin de poner fin a las limitaciones derivadas del derecho internacional de patentes. Pretende patentar organismos vivos, animales y plantas, con las limitaciones éticas que puedan fijarse.

En 1991, la Universidad de Harvard recurrió la decisión de la Oficina Europea de Patentes. A pesar de las batallas legales, en 1992, la Oficina Europea de Patentes acepta la patente del ratón de Harvard. Desde entonces, un alud de solicitudes de patentes similares entraron en la Oficina.

En 1992, el investigador estadounidense Craig Venter desarrolla un método rápido para secuenciar información genética que le permite identificar 2.375 genes humanos, que se añaden a los 348 que ya había identificado el año anterior.

A partir de 1992, España se incorpora a los países con legislación más actualizada sobre patentes y admite la denominada “patente de producto”. En octubre de ese año, desaparece la disposición transitoria que impedía la patentabilidad en España de productos químicos, farmacéuticos y microbiológicos. En 1993, un equipo español, encabezado por el Dr. José Luís Forcano, solicita patentar un ratón transgénico que permitirá estudiar los efectos de varios medicamentos sobre las enfermedades de la piel. En 1994, científicos y juristas europeos reunidos en Bilbao rechazan la pretensión de Estados Unidos de patentar 2.000 genes humanos

El mismo 1994, en las reuniones del GATT se introduce por primera vez la propiedad intelectual relacionada con el comercio y se formaliza el acuerdo Trade-related Intellectual Property Rights (TRIPs) o, en español, Acuerdo sobre los aspectos de los Derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio (ADPIC). Este acuerdo obligaba a los países firmantes a introducir modificaciones en su legislación para proteger diferentes tipos de invenciones en el terreno de la biotecnologia.

El 1995, las compañías estadounidenses Athena y Lilly desarrollan y patentan un ratón transgénico para investigar el origen de la enfermedad de Alzheimer. En el ADN de este ratón se inserta un gen humano que favorece la aparición de la enfermedad.

El mismo 1995, el Parlamento Europeo rechaza la propuesta de Directiva de la Unión Europea que pretendía clarificar las condiciones de la patentabilidad de genes y organismos vivos. Se introducen modificaciones y se aprueba finalmente en  1998.

En 2000, se aprueba en España la nueva Ley de Protección de las Obtenciones Vegetales.

En ese mismo momento, DuPont y el National Institute of Health (NIH) de Estados Unidos firman un acuerdo por el que DuPont cede la tecnología del oncoratón a todos los investigadores del NIH con fines investigadores (no comerciales). Los investigadores podrán transferir los ratones a otras instituciones, siempre con fines de investigación, mediante un Material Transfer Agreement.

El nuevo siglo hace evolucionar este esquema. Pero lo trataremos otro día

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